Salgo a la calle para ver si de una vez me lleno
de algún otro que no sea yo, que me sequé por dentro. Camino entre el vapor de
esta ciudad que parece hacerme trizas las pestañas. Este no es el trópico que
promete valles encantados y puestas de sol de primavera, no. Aquí la gente se corroe,
se desgasta. Todavía ando lamiendo heridas cicatrizadas que me hacen mirar de
un momento a otro para atrás por si apareces a terminar tu encargo. Sigo.
Llego al
lugar de siempre y ahí está, plasmada en la frente de tantos, esa ansiedad
colectiva amordazada de vacios. Cuerpos que buscan llenarse de un otro, igual
que yo.
Ardemos sobre camas de impaciencia a puerta
cerrada para que no se enteren. Hay un desgarramiento de mordida vil que emana peste
vieja. Caminamos todos en fila para ver quien se atreve a coger primero.
Operamos como agentes de miedo, como siluetas que habitan moribundas por calles
intransitables. Y no nos atrevemos a cuadrar miradas, a no ser que nos
hallemos desnudos, indefensos.
Me resisto… con garganta floja que anda hablando
en monosílabas y a destiempo. Como quien busca una cura que le haga ver todo
más bonito. Estoy cansada de abrazar la nada.
Vuelvo a casa
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